I feel your heart beating

Ayer por la noche, tarde, porque siempre hay prioridades y el chulazo de Prison Break es obviamente una de ellas, me fui a urgencias a acompañar a alguien a buscar esas fantásticas pastillitas que evitan que pasados nueve meses tengas un disgusto de tres pares de cojones. En fin, no haré comentarios al respecto.

Tras pasar por la inevitable señora con pinta de loro de recepción, señora que en este caso lucía unos inverosímiles zapatos de corte salón en terciopelo con apliques dorados y que parecía conocer la vida entera de toda ginecóloga que pasaba por allí, amén de ser capaz de soltarte el comentario más racista de la semana sin pestañear siquiera e incluso haciéndose la simpaticona; después de este trámite, decía, llegamos a la sala de espera. Como nos habíamos dirigido a un hospital especializado en futuras, presentes y temerosas madres y sus retoños, no había mucha gente, y la poca que había era de sexo femenino y en su mayoría compartían una alarmante hinchazón en la zona abdominal. Así que, gracias a los dioses, la espera fue breve, y pasados unos minutillos de nada llamaron a la cabeza loca en cuestión. Yo, que soy una mujer preparadísima para la vida moderna, iba armada para la ocasión con mi emepetrés, y en cuanto me quedé sola le di al play, no sin antes bajar un poco el volumen, que me dio a mí en la nariz que a las dos jipis catalufas que esperaban ya allí los hermanos tijera las iban a dejar frías. Al cabo de un momento: pum-pum, pum-pum, pum-pum... muy fuerte. Alto y claro. Incluso podía notar las vibraciones en la silla de plástico. Me quité los auriculares, miré a las señoras, que de los nervios que llevaban (la hermana de una de ellas estaba pariendo en ese momento) y las risas de gallina que soltaban no parecían percatarse de nada. Pero yo sí. Aquéllo era un corazón, estaba segura.

Por un momento os juro que pensé que mi instinto maternal había llegado así, plaf, sin avisar, que dicen que esas cosas se contagian y qué mejor sitio, vaya. Me acojoné viva. Tras unos interminables segundos de tensión, silencio. Uf, pensé, ya pasó. Virgencita, virgencita, que me quede como estoy. Me volví a poner los auriculares, y aquí paz y después gloria.

Minutos después la cabecita loca salía del consultorio pastillitas en mano y me aclaraba el asunto. No había sido más que una avería en el ecógrafo que estaban usando en ese momento con una de esas pacientes hinchaditas que pululaban por allí. Qué cosas, eh, las sugestiones. Glubs.