Estando ya K. harto de lidiar con las gentes de aquel pueblecito, decidió un día coger su mochila y su pasaporte español (que nunca sabe uno cuándo va a necesitarlo), y encaminar sus pasos hacia la república de Moldavia. Y por qué no.
Encontrábase nuestro protagonista subyugado ante tanta belleza paisajística, ante una naturaleza tan fiera, tan invasora. Pero, siendo K. una persona culta y con inquietudes, a los pocos días de su llegada estaba ya ansioso por ampliar sus conocimientos de alguna manera. Y es que, durante su estancia en aquel pueblo con el inaccesible castillo en lo alto de la colina, muchas cosas habían pasado en el mundo. Una nueva guerra mundial, entre otras. Y aquel pequeño país, que en tiempos de aquella guerra no era ni tan siquiera tal, había sido completamente arrasado. Así que poco quedaba por ver.
Suerte que nuestro precavido viajero jamás salía de casa sin su Lonely Planet, y fue allí donde descubrió que, dentro de aquél, había un país imaginario. "Qué maravilla", pensó él y, ni corto ni perezoso, cogió en la estación del centro el primer autobús con dirección a la capital de aquel territorio de fábula.
Tras una hora de viaje en el destartalado cacharro, llegaron a la frontera, que no era sino una barrera blanquiroja de tracción manual. Le sorprendió a K. sobremanera el uniforme que lucían los que se encargaban de la primera valla, pues eran dos las que había que franquear: una primera militar y la segunda, policial. Consistía el conjunto en cuestión en una camisa (verde en el primer grupo, azul para el segundo) con una goma en los laterales inferiores, lo que le confería un toque abombado de lo más ochentero y favorecedor, sobre todo para aquellos de sus miembros cuyos abdómenes fueran prominentes. Y, como remate, una gorra plana con un diámetro en cualquier caso no inferior a los 40 cm. con un parecido asombroso con un plato de cortesía de buen tamaño. Si no hubiera sido porque la expresión de sus rostros y los tonos de sus voces, junto con las metralletas que les colgaban en bandolera (y que no tenían similitud alguna con ningún tipo de menaje del hogar), invitaban a lo contrario, alguna sonrisa hubiera esbozado K. cuando uno de ellos subió al autobús para la revisión de pasaportes. Éste iba, muy serio, comparando caras con fotografías de todos y cada uno de los pasajeros, todos ellos moldavos, excepto nuestro chico. Por mucho que se encogiera en el ajado asiento, el momento de examinar el suyo llegó, y los ojillos del soldado parecieron iluminarse por unos segundos al observar las palabras Comunidad Económica Europea escritas en la tapa. Así que, una vez el imaginario hombre armado comprobó la identidad del resto del pasaje, volvió donde K. y le indicó que le acompañara. No estaba nuestro héroe nervioso en grado alguno, ya que tenía muy claro que nada de aquello existía realmente. Una frontera fantástica, en un país fantástico, que tiene una moneda fantástica y un presidente de mentirijilla. Ja.
Continuará...
21.8.06
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