Al fin y al cabo, las personas y las palomas no somos tan diferentes. ¿Quién no ha escupido alguna vez desde una ventana? Quien dice escupir dice tirar un globo de agua o cualquier objeto con consistencia suficiente como para intentar hacer diana en una calva que pase bajo nuestro balcón. Luego, al sufrir las represalias, nos convencemos a nosotros mismos de que eso no está bien, y no lo volvemos a hacer. Pero, ¿dejaríamos de hacerlo si tuviéramos alas? ¿Si fuéramos todos grises y fuera imposible identificarnos? Pues claro que no. Y eso es lo que hacen las palomas. Se ponen todas juntas encima de un cable y, a la que se pone el semáforo en rojo y cruza el enemigo, atacan, cada una con las fuerzas que su organismo le permite en ese momento. Apuntan, las muy cabronas.
Ayer se me meó una paloma. Nunca se me había meado una paloma. Cagado sí, claro, ¿pero meado? ¿Que cómo sé que era orín palomil? Pues porque yo estaba sentada en un escalón de un edificio bajo y sin balcones, con tan solo un pequeño saliente de unos pocos centímetros como adorno (era un colegio público), sin ni tan siquiera ventanas en ese trozo de fachada, cuando un gotarrón enorme me cayó en la cabeza y otro en el brazo derecho. Y la mierda cayó al lado. Plas. Y al mirar para arriba tan solo vi un culo de pájaro gris; sin posibilidad de tomar represalias de ningún tipo.
Aunque, en realidad, qué represalia iba a tomar si al fin y al cabo comparto sus ideales...
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