Y llegó K., precedido por el rubio cosaco, a la caseta que hacía las veces de puesto fronterizo. Cubículo de 7x3 de paredes amarillentas y parquet autoadhesivo... Una silla que no era símbolo del descanso precisamente junto a la puerta que el soldado se precipitó a cerrarle en las narices. Como viajero avispado y espectador previo de cientos de documentales, se había guardado nuestro amigo una pequeña parte de su dinero más a mano y el resto lo había escondido; más listo que el hambre el muchacho. Tras apenas cinco minutos de espera, la misma puerta que tan violentamente le había sido cerrada se abrió para dejar salir a un lugareño de mirada mustia. Con la mala espina que le dio esa mirada, atravesó K. el umbral.
Dos militares, uno sentado, otro no, con su favorecedor uniforme ambos, le esperaban con su pasaporte sobre la mesa.
-¿Habla usted ruso?- preguntaron en ruso mismamente.
-Hummmm, no. Lo siento.
-Tiene usted nombre ruso. ¿Por qué? (el nombre completo de pila de K. era, en efecto, de origen ruso).
-Ah, sí, estoooo, sí. Verá, es que mi familia es comunista, ¿sabe usted? Mi hermano también tiene un nombre ruso. Por eso es tan importante para mí poder entrar en su maravillosa república- argumentó él en su perfecto inglés de Calatayud.
-Ha, ha, ha, ha. Muy bien. Ha, ha, ha, ha- rieron ellos; así, con comas y haches aspiradas, los muy soviéticos. - Bien, el problema es que si le sellamos a usted su pasaporte, sr. K., luego puede tener problemas para volver a entrar a Moldavia, ¿sabe usted? Es que como no existimos realmente... Son un poquito tiquismiquis.
-Oooooh, ya veo. Hummmm, estos capitalistas, qué poquita imaginación tienen, coño. Con lo claritos que les veo yo a ustedes dos.
-Pues sí señor, así es. Para que vea.
-Que sí, que les veo, les veo. Bueno, y entonces, ¿cómo podemos solucionar este pequeño inconveniente?
-Pues, así a bote pronto, se me ocurre que con, pongamos, 40 maravedíes, le podríamos dejar a usted pasar sin sellarle ni nada.
-Oh, vaya, hummm, claro. Verá, es que esto es todo lo que tengo: doscientos lei, que vendrían a ser unos doce maravedíes. Lo siento, no tengo más. Glubs.
-Bueno, está bien, ahora que nos ha oído usted cagarnos en su comunista familia, en ruso, eso sí, que siempre impone mucho más, puede pasar, sr. K. Ah, espere un momento, por favor. Permítame que le dirijamos una sonrisa socarrona. Ahora sí, todo en regla, adelante.
-Esto, de acuerdo, muchísimas gracias, son ustedes muy amables. Solo una última pregunta: ¿y la policía, no voy a tener problemas con ellos en la siguiente frontera?
-¿Con la policía? No, por supuesto que no, no se preocupe. Está todo en orden. Además, ¿no ve usted que no somos de verdad, verdad? ¿Qué problema iba usted a tener, hombre?
-Pues claro, qué tontería. Buenas tardes, y gracias de nuevo.
Y así, con los cientos de lei pesándole una barbaridad en el bolsillo interior de los pantalones, se encaminó K. a su siguiente parada. Este puesto fronterizo era algo más amplio, algo más blancas sus paredes, suelo de baldosas. Incluso ventanillas a las que aproximarse. Con su inmaculado pasaporte en mano, fue hasta una de ellas.
-Buenos días, señor policía sonriente con cara de pito.
-Buenos días, señor turista incauto ávido de aventurillas con las que copar la atención de sus amigos en sus reuniones post-vacacionales. Pasaporte.
-Sí, claro, aquí tiene.
-¿Habla usted ruso? Su nombre de pila, por si no lo había notado usted, es ruso. ¿Por qué?
-Oh, no, verá, es que mi familia...
-Ha, ha, ha, ha. Claro. Ha, ha, ha, ha. Acompáñeme, haga usted el favor. Sí, al cuartito trasero, sí, no ponga usted esa cara que no le va a pasar nada. ¿No ve que, ahora mismo, no está usted en ninguna parte?
-Hummmm, es verdad; visto así, me siento muchísimo más seguro, le acompaño donde usted quiera, señor comunista, faltaría más.
El cuartito trasero era, en efecto, un cuartito situado en la parte de atrás del puesto. De ahí su nombre. En él dos fotografías enmarcadas que K. supuso eran paisajes de la república, una mesa, un par de sillas libres y otra más ocupada por un superior de cara de pito. Éste trasteaba con suma atención en un teléfono móvil; de hecho, era tanta la atención que esta actividad parecía requerirle que ni una sola vez levantó la vista para mirar al turista.
-Bien, -dijo el primer policía- el visado son cuarenta maravedíes.
-¿Cómo? Oh, vaya, verá, es que... acabo de darle todo mi dinero a los militares.
-HA, HA, HA, HA, HA. ¿A los militares? ¿Y se puede saber por qué le ha dado usted todo su dinero a los militares? ¡Si ellos ni tan solo pueden proporcionarle un visado!
-Bueno, verá usted, es que yo me rijo por tres máximas en la vida: hay que tirar las varitas de merluza a la sartén cuando el aceite está caliente pero no demasiado (que si no arden, ;p), no debe uno toquetearse jamás las espinillas en los diez minutos previos a salir de casa, y, por último pero no por ello menos importante, siempre se debe obedecer a quien te pide algo con una metralleta colgada del hombro. Llámeme inflexible si quiere, pero yo estas normas no las quebranto jamás.
-¿Sí? Bueno, pues allá usted. Yo personalmente prefiero salir con un bulto rojo en la cara que con uno blanco, pero cada cual elige su menor mal. Bueno, lo que le decía, que tiene usted que darnos cuarenta maravedíes si quiere pasar. Yo le doy una tarjetita que después usted nos devuelve al salir, y todos tan contentos.
-Pero, verá usted, señor policía. Es que, como le he comentado, todo mi dinero se lo han quedado los militares (y el fajo del bolsillo interior pesaba más y más). Solo tengo... veamos... tres lei y un billete de cinco maravedíes. Pero verán, camaradas, yo con estar un par de horas en su fabulosa república ya soy feliz. Es que mi familia es comunista... (blablabla), y, además, no sé si han reparado ustedes en que mi cumpleños coincide con su día nacional. Por favor, les aseguro que esto es sumamente importante para mí. Verán, llevaba bastantes años ya en un pueblecito intentando averiguar para qué me querían allí, y este es el primer viaje que realizo tras semejante prueba. Les ruego que no me hagan esto.
-Lo siento. No hay maravedíes, no hay república comunista. A tomar por culo.
Y así, con incluso menos fe que antes en el sistema, cabeza gacha, la pesada mochila a cuestas, aprovechando que un soldado con gorra de plato levantaba la valla para que pudiera salir de aquel fantástico país (o país fantástico) un Mercedes gris metalizado, K. taconeó tres veces con sus all stars rojas ("¡quiero volver a casa, quiero volver a casa, quiero volver a casa!") y se halló, ¡chas!, de vuelta en el mundo real.
28.8.06
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