6.6.06

Maddrí, Maddrí, Maddríííí...

Hay que ver cuántos yorkshires hay en Madrid, madre mía. Y, a ver, yo lo entiendo hasta el punto en que el yorkshire es la raza de perro pequeño por excelencia y con la cantidad de gente que hay en Madrid, a la hora que sea y donde sea, pues como para tener un dogo; pero de ahí a que el 70% de los canes madrileños sean yorkshires... yo creo que es sacar las cosas un poquito de quicio. Ahora, que si luego me pido una caña en una sidrería (gracias, sunny) y me ponen un platazo de bravas como tapa, pues les perdono lo de los yorkshires y hasta lo de no untarle tomate en el pan a los bocadillos (lo ricos que estarían los de calamares con su pan con tomate).
Como por avatares de la vida y de las exposiciones temporales no pudimos ir ni al Prado, ni al Reina Sofía, ni na', pues ale, a patearse la ciudad. Y en Lavapiés, sentados en un portal, huyendo del sofocante sol mientras aprovechábamos para inspirarnos un poco, conocimos a una vecina del lugar, una señora natural de Cuenca, que nos enseñó las fotos de sus dos hijos y nos explicó buena parte de su vida, y que al despedirse nos dijo que siguiéramos siendo tan buenos, que gente mala ya había bastante en el mundo. Y nosotros nos preguntamos qué habría llevado a la señora a semejante deducción, si sería el haber escuchado estoicamente toda su historia con una sonrisa, pero acabamos concluyendo que razón tenía mucha, qué coño.
Y El Escorial. Que tendrían que poner un cartel en la puerta avisando del frío polar que reina en su interior, me cachis en la mar, que va una con su faldita, sus sandalias y su manga corta, tan monísima, y un poco más y se queda a hacerles compañía a los padres de Su Majestad en el pudridero . Así estoy ahora, con mi frenadol comprimidos a cuestas.
Volviendo al gentío, sorprendente me resultó el que haya tan pocos guiris de visita en la capital. Acostumbrada a aquí, donde es prácticamente imposible oir hablar en español no ya en las Ramblas, sino en mi barrio, pues me chocó bastante. Ahora, que los que hay los aprecias, y si no que nos lo digan al comandante y a mí, que nos pasamos todo el transbordo de la línea 10 a la 1 cámara en mano persiguiendo a una turista (yo digo que del este, el comandante que inglesa porque hablaba en inglés, hay que ver qué obvios son los hombres a veces) que llevaba un vestido rojo de noche, corto y de tirantes, con tacones de aguja y, a modo de complemento, una riñonera de dependiente de gasolinera tripón, con publicidad y todo. Eso sí, los colores combinaban. No obtuvimos el documento gráfico que pretendíamos, pero nos echamos unas buenas risas.
Y quedé con mi amiga la manchega. Y tuve la oportunidad de comprobar que a la gente que quieres la quieres más aún, si cabe, cuando se van lejos, porque las cosas que te molestaban cuando les veías cada día de repente te parecen adorables, y las que ya te gustaban son absolutamente maravillosas. Y rememoras anécdotas que en su momento no te hicieron ni puta gracia y ahora te descojonas de la risa, y te da mucha pena porque te despides y sabes que a lo mejor pasa otro año hasta que os volváis a ver, y entonces te acuerdas de cuando pasabais ocho horas al día juntas y te das cuén de que echas de menos lo que antes echabas de más. En fin, serafín, que más corre el galgo que el mastín.
Pero bueno, que me voy por las ramas y mi amiga la manchega tiene un post para ella solita (y eso resumiendo). Que ni todos los prejuicios, ni todas las obras, ni todos los transbordos para llegar a la terminal 4, ni todos los antigripales del mundo van a conseguir que cambie de opinión. Que cómo me gusta Madrid.

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