El pasado fin de semana estuvimos haciendo de canguros. Y encantados de la vida, además, por lo menos yo. Y es que el cachorro en cuestión no era humano, gracias a dios, sino canino. Mis padres han cogido una perrita (mi hermana, podríamos decir a estas alturas) y, como mi Acho los tiene bien puestos, la visita a la etóloga ha sido necesaria desde el principio para evitar males mayores. Y en eso anduvimos, premiando actitudes, vigilando reacciones, aguantando la respiración durante los ataques. Qué difícil resulta a veces respetar la jerarquía y no cruzarle la cara al pequeño dictador...
Y ayer nació mi nuevo sobrino. Bueno, en realidad mío mío no es, sino de mi comandante, pero digo yo que después de tantos años juntos en caso de separación algún trocito me tocaría, un dedito ni que sea. Por la tarde, al salir de trabajar, fui a verle. Qué mono es, tan pequeño, tan frágil, tan suave. Le tuve en mis brazos, le di cientos de besitos, miré embobada cómo le cambiaban el pañal con su primera caquita, chispas. La inevitable conversación surgió, cómo no; en la familia del comandante existe la creencia de que yo soy la única que podría aportar niñas al clan, no sé por qué. Pues vale.
No estoy segura de si yo sería una buena madre, ni creo que lo compruebe. Porque aparte de esta duda me imagino yo que universal, está el egoísmo de no querer que me cambie la vida, está mi creciente incapacidad para comunicarme con los críos, que es que a veces no sé qué es lo que esperan de mí exactamente, y, sobre todo, está la casi certeza de que, visto lo visto, si fuera niño se me acabara convirtiendo en un macho alfa. No sé qué término se emplearía si fuera niña...
16.5.06
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