A mí todo el mundo me pedía los apuntes porque estaban muy claritos.

Dos días en casa, con pijama de manga larga, mantita Ikea a modo de chal y los bolsillos rebosantes de kleenex, dan para mucho. Dan, por ejemplo, para cerciorarse de que en octubre no se puede seguir durmiendo en bragas, no señor. O de que, si no fuera por la televisión por cable, tiraría ese maligno aparato por el balcón. También puede una darse cuenta de que uno de sus chuchos tiene una fijación enfermiza y enfermante por los pañuelos de papel usados, lo cual viene a confirmar una vez más mi teoría de que el perro es el animal más marrano que existe; qué cerdos, qué escarabajos peloteros ni qué niño muerto. Incluso se puede volver a sorprender de lo facilísimo que resulta hacerse con una baja laboral, que no tenía todavía los dos pies en la consulta y ya estaba tecleando el tío.
Pero, sin duda, lo más peculiar que he hecho en este paréntesis que mis bajas defensas me han proporcionado ha sido coger una libreta cuadriculada, una de ésas con las primeras páginas llenas de apuntes de alguna asignatura olvidadísima ya, y llenar una hoja entera, por delante y por detrás, con mi fea e impersonal letra de niña pequeña, tan pulcra y ordenada. Sí, sí, a mano. Recortando los flecos al acabar; como antaño, cuando los inviernos se iban en un continuo mirar el buzón. Y es que nunca he sido capaz de escribir sin torcerme en un folio en blanco.

Quizás vuelva. La carta, digo. Quizás ya no esté allí.